Jaque

Aún no se había levantado nadie, por lo que solo se escuchaban sus pantuflas arrastrándose por el parqué. Despierto pero sin saber muy bien si seguía soñando, entró en la cocina. Le dio al botón de la cafetera y un estruendo resonó por toda la casa, aquel era el despertador del resto de la familia. Comenzó a seguir la rutina y a moverse casi por inercia, sin ser consciente de la mitad de lo que hacía. Cogió una cuchara, el azúcar, el periódico y se sentó a la mesa.
Observó el tablero de ajedrez, que aún presentaba la jugada de la noche anterior, y comprobó que una vez más le había dejado ganar. Siempre lo hacía, tras cinco partidas (cuatro de ellas revanchas que el muchacho suplicaba), el padre, agotado, renunciaba a su orgullo por ver sonreír a su hijo.
Aquellas partidas eran algo más que un juego, estaban llenas de charlas repletas de consejos, de chistes malos, de confesiones a veces, de palmaditas en la espalda dando ánimos... Eran como el fin de día correcto, hacía merecer la pena haberse levantado aquella mañana y vivir la jornada.

Entre sorbo y sorbo de café ardiente irrumpió su padre en la cocina. A diferencia de cada mañana, ésta vez no llevaba el pijama puesto, se había puesto ya el traje para ir a la oficina. Se sirvió lo mínimo de café y lo bebió de un sólo trago. Cuando acabó dejó la taza en la mesa dando un fuerte golpe y despertando definitivamente al chico. Entonces miró el tablero y enfadado como nunca lo tiró de un manotazo derribando las pocas piezas que quedaban en pie. Salió dando pisotones y dio un portazo al salir.